jueves, 20 de enero de 2011

El dardo en la oscuridad

ausencia1
Escribir para televisión es como laburar de minutero. Es juntar a los rajes ingredientes, muchas veces puteando porque son pocos o no tan buenos. O porque en el boliche de enfrente la cocina es 2 centímetros cuadrados más confortable. Es pelar papas mientras tratás de que no se te queme el aceite y relojeás si la carne de la milanesa no está ya un poquitín negra. Pero hay que hacerlo. Hay gente que espera que lo hagas. Y que lo hagas rápido. Y bien, ¿hace falta decirlo?


Hay minuteros excelsos, cómo no. Y asesinos seriales del aceite quemado. Muchos. Casi como en todos lados. Pero lo que nunca hay es incertidumbre acerca de para qué escribís eso que escribís. Lo hacés porque alguien te lo pidió o porque a alguien lograste convencer de que te lo pidiera.


Hay días en los que eso es tedioso y deprimente. Días, menos, en que es genial. Y muchos, la mayoría, en que resulta bastante entretenido. Y eso es más de lo que la mayoría de las personas puede decir acerca de su trabajo. O al menos eso es lo que trato de creerme los días de la depresión y el tedio.


La escritura teatral es otra cosa. Muchas veces no tenés ni idea de qué estás cocinando. Sos vos comprando ingredientes desconocidos con dinero imaginario para cocinar algo que ni siquiera sabés si podrá comerse. Y lo peor, no hay nadie a quién culpar por lo que haya o no en el papel al terminar. El dardo en la oscuridad del que hablaba el maestro sueco. Ese al que luego uno debía ir a buscar con un ejército.


Siempre pensé que el texto teatral tenía sentido más allá de lo que pasara luego con él. Si llegaba alguna vez a un escenario, y si de hacerlo eso ocurría en condiciones buenas, regulares, malas o propiciatorias del suicidio del autor. Que el texto debe poder ser leído como tal por un lector cualquiera. Que hay que entrenar esa lectura, claro. Que es un despropósito (otro más) que un pibe salga del secundario sin haber leído a Gambaro. O a Ionesco. Siempre pensé esto y lo sostengo. Aunque esta tesitura, lo comprobé definitivamente anoche, deja de lado un sin fin de circunstancias capaces de darle a ese texto un sentido nuevo, verdaderamente vital, muy difícil de imaginar en aquellos momentos inciertos y solitarios de la escritura.


Cuando eso se transforma en un acontecimiento teatral (en el papel apenas si hay una promesa de eso, cuando la hay) irrumpe una obra nueva. Aquellos pedazos parecen unirse definitivamente. Ya no importa que la escena del Penal sea el fruto de una noche de insomnio, escrita de un tirón tras la noticia de otra ejecución en el país más civilizado de la Tierra. Que el monólogo del cura, Cómo es, haya sido escrito en un bar para matar la espera del resultado de un estudio. Que Sofía, escrita en el marco de un taller de dramaturgia, haya sido antes que nada la imagen de unas manos de mujer haciendo agujeritos con el pucho en una radiografía. Imagen que no quedó en el texto final. Y que costó mucho. Ahora nada de eso importa. Es otra cosa. Todo sucede.


Cuando el talento y la inteligencia de una directora y la sensibilidad infinita de cuatro actores deciden hacer de esas inútiles exploraciones íntimas un espectáculo, lo anterior se desvanece. Pasás a recordarlo con extrañeza. Como algo que le ocurrió a otra persona. Una que sin dudas nunca será tan feliz como la que estuvo sentada en aquella sala, rodeado de propios y extraños, aquella noche. Parece que esto era el teatro.